miércoles, 14 de noviembre de 2007

La persistencia de la pintura como lenguaje

Cuando Ludwig Wittgenstein (1889-1951) se avoca al estudio del lenguaje, dedica parte importante de su atención a los efectos del mismo, estableciendo de esta forma lo que llamaría “juegos de lenguaje”. Significa con esta noción que las diversas categorías de enunciados dependen de muchos aspectos extra-lingüísticos, de tal forma que no podríamos comprender el “juego” que se expresa en contar un chiste si no existiera una familiaridad con los elementos descritos en la narración, así también, si no existiera en cada uno de nosotros la predisposición a incorporarnos al relato festivo.
En este mismo sentido, el filósofo austriaco determina la imposibilidad de disociarnos del lenguaje; es decir, nos resultaría imposible concebir una existencia en la que éste se ubique como una realidad fuera de nosotros. Pensemos por ejemplo en nuestros primeros años de primaria, o cuando aprendemos una lengua extranjera, o en nuestras clases de álgebra o ajedrez; en cada una de estas experiencias el aprendizaje sobrepasa la mera incorporación de nombres correspondientes a distintas entidades. De acuerdo a esto último, en el proceso de aprendizaje de un lenguaje, lo que conecta la palabra, el icono o cualquiera representación material con el significado será la acción de señalar. La madre señala al niño sus hermanos, su padre y al resto del mundo apoyada en la enunciación, y con este significativo acto que envuelve la poderosa condición de lo humano se construyen arquetipos, coyunturas y articulaciones del lenguaje siempre ceñidas a la convención de la comunidad. Arribamos de acuerdo a esto último a una segunda conclusión: que el lenguaje se asienta en un accionar a la manera de un rizoma; es decir, como raíces que se extienden generando una red subterránea que conecta cada uno de los brotes que ven la luz como cuerpos aparentemente independientes unos de otros. Sin embargo, si observamos en sus raíces podremos apreciar vasos comunicantes que permiten el rizoma sobreviva como un todo económico y eficaz.
En su célebre ensayo “La condición posmoderna”, Jean François Lyotard (1924-1998) identifica tres observaciones a propósito de los juegos de lenguaje. La primera es que existe un contrato o no entre sus jugadores, existen reglas, convenciones en todo lenguaje; la segunda, aún más evidente, es que sin reglas por consecuencia no hay juego; y la tercera acaba de ser sugerida, y es que todo enunciado debe ser considerado como una jugada hecha en un juego. De acuerdo a esta triada de observaciones propuesta por Lyotard hablar sería combatir en el sentido de jugar, en donde la invención permanente de giros, de palabras y de sentidos en el lenguaje se expresan en el terreno agonístico de un jugador de talla: la propia convención heredada del lenguaje. Lyotar destaca que no significa que se juegue necesariamente para ganar, “se hace una jugada simplemente por el placer de inventarla”, y es en este momento en dónde los tentáculos exploratorios de la pintura, observada como lenguaje, adquieren sentido desde Altamira hasta nuestros días.
Este largo preámbulo ha sido necesario para dar cuenta de “Pintura idiota” como ejercicio plástico que bajo la paleta autómata de sus integrantes destaca la dimensión experimental y experiencial del lenguaje (en este caso del lenguaje pictórico). Si bien, sus recursos expresivos pueden incluso remitirnos al Action Paintings (pintura de acción) que caracterizó a la pintura estadounidense a partir de los años 50 (misma en la que Roberto Matta influyó de manera relevante) lo cierto es que tanto los giros y desplazamientos soberbios que sus integrantes desarrollan en su pintura, nos aportan una muestra a la manera de un corte sagital de su propia condición histórica como sujetos inmersos en el lenguaje de la pintura. El color y la forma, de igual manera que en el discurso oral o escrito, se hayan sometidos a la interrogación, al ruego, la contumacia y el desorden de la batalla. Si recurrimos a Lyotard “Ésta [la batalla] no carece de reglas, pero sus reglas autorizan y alientan la mayor flexibilidad de los enunciados”. Es pues como enfatizando en la idiotez del acto pictórico, como pulsión elemental carente de toda instrucción, despejado de una narrativa excesiva que lo subvierta como sus autores han decidido profundizar en el acto comunicativo.
¿Qué si la experiencia en novedosa? No es lo que aquí importa para “Pintura idiota”. Lo relevante es aquí el algoritmo que sitúa a la pintura como el medio fundamental para hablar de sí misma como metalenguaje, en dónde lo que se destaca no es el contenido de lo que se dice sino el “cómo”, la enunciación, capaz de generar el placer de lenguajear y construir nuevas formas de realidad.

M. en C. Abelardo León Donoso

Profesor de Historia del Arte y Análisis Político del Discurso

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